Un paso adelante se ha logrado con la participación de la
inefable Señorita Laura. Si bien en el terreno del talk show sólo ha
perfeccionado los modelos preestablecidos, hoy se le pueden atribuir por lo
menos dos nuevos géneros del todo desconocidos en nuestras latitudes: la
noticia-ficción y el debate de lavadero.
La evolución era natural. Participando diariamente en sus
montajes de “casos reales” en los que emplea actores improvisados para
alimentar la provinciana morbosidad de la teleaudiencia, era lógico que el
escenario de desastre nacional se pudiera convertir en set televisivo para una
conductora audaz como ella. Fingir un rescate en helicóptero, cortesía del
gobierno del estado de México, era sólo dar el paso siguiente. Difundir un
boletín donde se anunciaba que había estado a punto de morir en un pantano fue
el toque genial para darle credibilidad. El único referente es el trabajo
radiofónico de Orson Welles en La guerra de los mundos, sin el glamur
televisivo.
Es difícil saber si lo que siguió fue parte de este plan
maestro o producto del azar, pero en política y en periodismo no existen las
coincidencias. Reporteros de Proceso descubren el montaje e ingenuamente lo
denuncian. Carmen Aristegui le da difusión. El resto es historia. La defensa
histérica de sus bracitos, que en efecto cargaron despensas, la alusión infalible
a su virgencita de Guadalupe, que vaya que la ha protegido, el reconocimiento
honesto e innecesario de su naquez, el debate que no se define por quién tiene
la razón, sino por quién grita más o quién pela más los ojos, es la culminación
de un proceso de profundo conocimiento de los resortes más elementales del
teleauditorio.
¿Qué importa si usó recursos públicos para fines
privadísimos? ¿A quién le importa un rábano la veracidad de los casos que
presenta cotidianamente? ¿A qué bote de basura van a parar las absurdas
peticiones de expatriación de la exseñora Fujimori? Nadie quiere verdades sino
hermosas mentiras o por lo menos mentiras interesantes y morbosas que nos
entretengan hasta la hora de la telenovela.
De eso trata la televisión, de exornar la realidad, de
recubrir de fantasía nuestras patéticas existencias, de hacernos creer que la
vida cotidiana del ama de casa maltratada por su marido es digna de
representarse en cadena nacional. Como hubiera dicho Marx, la televisión es el
opio de los pueblos. Y la Señorita Laura es una pequeña dosis que devoramos con
avidez.
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