Hasta que el lechero nos separe o el derecho a la estupidez


Siempre se habla de las infinitas posibilidades de la inteligencia, la creatividad y el ingenio (estas palabras no son, obviamente, sinónimos). Mucho se ha escrito acerca de las variaciones asombrosas de la música (de las cuales no sé ni máiz), de las posibilidades astronómicas del ajedrez (que no sé jugar), de cómo con diez dígitos se puede crear un cosmos (o varios, según el ánimo predominante).
Poco se habla de las posibilidades de la estupidez. Si bien no son ni remotamente tan variadas, no dejan de asombrar al más precavido espectador de nuestra seudorealidad (quiero decir la telera, la TV, la otrora “caja idiota” y hoy hacedora de milagros, teletón de por medio).
Una muestra perfecta la proporcionan los talk-shows. Sobre un esquema mínimo, un grupo de personas que son manipuladas por un presunto “comunicador” encuentran los motivos más grotescos y elementales para insultarse. Si el inolvidable Paco Stanley convirtió el insulto en chiste, las Lauras, Cristinas y demás conductoras de estos programas transforman la mentada de madre en reflexión profunda sobre la existencia humana y pauta a seguir para el público deseoso de aplaudir. La vida se desarrolla entre decirle a un fulano sus cuatro verdades y reiterar mi convicción a la New Divina Trinidad: los prejuicios ancestrales como piedra miliar, la ignorancia como virtud de los pobres y la televisión como salvoconducto al paraíso de la amnesia.
Otra muestra son los reality shows. Semejantes a los anteriores, varían por el hecho de que pueden incluir a personas más o menos famosas a las que vemos competir por dinero contante y sonante o por sueños ramplones y sensibleros. En éstos se demuestra que la dignidad es el peor de los lastres en el mundo actual y que pasar por pruebas humillantes no era un estigma exclusivo de Juan Pirulero o Chabelo, sino una llave que abre las puertas y los corazones de la teleaudiencia, con destino final a su bolsillo.
También lo serían las telenovelas en lo general, aunque aquí he de destacar las más recientes odiseas de los cenicientos posmodernos, Betty o Lety la Fea y Juan Querendón. La idea del pobre que se encumbra en apenas veinte capítulos no es nueva. Por el contrario, son muchos los telebodrios que han machacado en ese tema, teniendo como lejana referencia a Simplemente María. El Amor (en mayúsculas), que borra toda diferencia de clase y que une a las parejas más disparejas pasando por encima del buen gusto, tampoco es de estreno. Sea la más notable Rosa Salvaje, émula trasnochada de Pepe el Toro que diera batalla hace algunos lustros.
La clave aquí es hacernos ver que ningún defecto lo es. Se puede ser zafio, torpe, ignorante, vulgar, ridículo, cantinflesco, que esto no será obstáculo para llegarle a la más despampanante chava de la oficina, bajarle la vieja al insoportable catrín, comprarse un aparatoso Mustang 64 y medio y romper los ratings de audiencia.
Nada de lo anterior es constitutivo de delito. Por el contrario, es el ejercicio más pleno de uno de los derechos que si bien no están consagrados en nuestra carta magna, son parte de nuestra idiosincrasia: el derecho a la estupidez. Este derecho es una necesidad, porque de otra forma el derecho a la inteligencia tampoco lo sería. He aquí mi razonamiento:
1. De más está decir que tenemos derecho a ser inteligentes. Aunque la inteligencia es un don innato, una característica fisiológica, puedo desarrollarla, alimentarla, usarla, sin que nadie pueda coartar este derecho.
2. Si tengo verdadero derecho a ejercer la inteligencia, tengo derecho a no ejercerla. Es decir, si no tengo derecho a ser estúpido, la inteligencia no es un derecho, sino una condena. Si no existiera el derecho a ser imbécil tampoco existiría su contrario.
3. Si la estupidez es un derecho entonces no es condenable que alguien sea estúpido. No es un defecto sino una prerrogativa. Se puede ser estúpido sin pudor ni remordimiento, casi diríamos que hasta con orgullo.

De ahí que la tecnología de los años ochentas haya heredado a este siglo XXI el dispositivo que simboliza este derecho trascendental: el control automático de la tele. Un abretesésamo que nos conduce invariablemente al séptimo círculo del averno.

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