Historia de horror


He imaginado una trama que bien podría ser llevada a la pantalla por David Cronenberg o por alguno de los legendarios maestros del horror, Ted Browning, Wilhem Murnau, Terence Fisher, en caso de que decidan revivir para volver detrás de la cámara.
Los hechos ocurrirían en un lugar imaginario, un país exótico, la inevitable república bananera o una siniestra nación centroeuropea de castillos medievales y maldiciones gitanescas. No, muy obvio, demasiado fácil: prefiero una nación subdesarrollada y posmoderna (estos términos no están reñidos), un mundo de rascacielos y favelas, de ghettos residenciales y cinturones de miseria.
Este escenario ya prefigura el horror; adelanta un mundo monstruoso, una ciudad deforme, una materialización urbana del Hombre Elefante, pero sin ribetes de cursilería (perdón, David Lynch). A este mundo ya de por sí surrealista llega un gobernante demente, carismático, un poco idiota, un mucho charlatán. Su aspecto es normal, casi diríamos anodino: un burócrata, un funcionario anquilosado en su puesto, un ranchero venido a político.
Una extraña mutación priva a nuestro gobernante de cerebro: anencefalia, creo que se llama este padecimiento. Si bien por fuera mantiene su aspecto vulgar, sus actos revelan paulatinamente este desorden de la personalidad: dice estupideces a una velocidad que ni el libro Guinnes puede registrar, se transforma temporalmente en un bufón extravagante que dispara chistes involuntarios a tirios y troyanos, ejecuta desatinadas acciones que trata de disfrazar como actos de gobierno (con la complicidad de los medios) y roba cuando cree que los medios no lo tienen en la mira.
En este momento de la historia surge el héroe, o por lo menos en principio el lector así lo considera. Uno de los giros truculentos de la trama es que, cuando el pretendido héroe trata de combatir al antagonista, muestra una psicopatología tan intrincada y delirante como la del villano. En un encuentro que recuerda al de Don Quijote contra el señor de los espejos, el par de orates se acusan, se vituperan, se insultan. Ambos tienen razón. Ambos están locos. Por segunda ocasión, no se trata de un contrasentido: los dos intuyen la morbidez mental de su oponente y creen que esto los coloca del lado de la razón.
El choque de ambos se da en una atmósfera que recuerda la del Doomsday o la lucha de los Titanes contra los hijos de Zeus. De estas proporciones míticas es la lucha. Pero en vez de peñascos, los gladiadores se avientan periodicazos, se hieren con ironías y chistes de cantina, se despedazan con comerciales, se mientan la madre en mítines faraónicos, se desgarran por Internet. Y como en La Muerte de Supermán, ambos caen abatidos, no por su oponente, sino por el dios omnipotente de los mass media, la implacable televisora que los devora como botana cantinera.
La paz reina nuevamente en la tierra. No gana el mejor, sino el idóneo: muy redondo para huevo, muy ovalado para aguacate. No obstante, con voces de ultratumba, preparando su resurrección, los oponentes se la siguen refrescando.

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