Ese
conjunto de creencias que se hacen pasar por convicción a las que solemos
llamar “imaginario colectivo” suele dotar a ciertos personajes con propiedades
que los hacen sagrados, inmaculados, intocables. Dejan de ser seres humanos
para transformarse en símbolos de la colectividad y como tales, ajenos a
cualquier escrutinio crítico. En uno de estos comentarios nos referimos a las
críticas que Nicolás Alvarado vertió
sobre Juan Gabriel. Tras su muerte, la obra y la figura del Divo de
Juárez quedaron al margen del escrutinio de la razón. Para él sólo cabe la
admiración acrítica y el reconocimiento exagerado, rayano en la idolatría.
Pasa
lo mismo con algunas figuras de nuestra historia. Sea el caso de Miguel Hidalgo
y Costilla. Es tan poco lo que en realidad sabemos de él que no tenemos claro
ni siquiera cuál sería su aspecto. El rostro sereno y dubitativo que recordamos
de los libros de texto y las estampitas que nos hacían pegar en nuestras libretas
en vísperas del 16 de septiembre procede de la pintura que Joaquín Ramírez
elaborara por órdenes de Maximiliano de Habsburgo. Pero éste no es el del cura
de Dolores. Las hipótesis son muchas y le dan al modelo diversas profesiones y
nacionalidades, pero sólo una cosa es clara: este Hidalgo procede del
imaginario colectivo, no de la historia. Así imaginaron a Hidalgo quienes
quisieron recuperar para sí un pasado que no tenían.
Parece
haber acuerdo entre los historiadores que la única imagen tomada directamente
de Hidalgo es una pequeña estatua de apenas 20 centímetros de alto, que un
escultor partidario de la Insurgencia, Clemente Terrazas, hiciera en el año de
la insurrección, tal vez en octubre de 1810. En ésta aparece un hombre de nariz
aguileña, tocado por un sombrero de copa, muy alejado del prototipo creado por
Ramírez. La falta de detalle no nos permite hablar con propiedad de un retrato.
Tampoco
sabemos con precisión qué dijo en el Grito de Dolores, pero resulta poco
creíble que haya mencionado la Independencia y menos aún la conformación de una
nueva nación. Su problemática está inscrita en el conflicto de los peninsulares
(gachupines) contra criollos (americanos), no en separarse de España. Por el
contrario, la frase “¡Viva Fernando VII!” habla de un sentido de pertenencia a
la Madre Patria. Desea que sea depuesto el rey José I Bonaparte, impuesto por
Napoleón, y vuelva a gobernar el legítimo (que había de pasar a la historia
como un gobernante tiránico).
Seguramente
que esa madrugada del domingo 16 de septiembre de 1810 (serían aproximadamente
las 5 de la mañana) dijo “¡Vamos a coger gachupines!” como refieren las escasas
crónicas del hecho. Y se debe referir a ese dominio de los gachupines sobre los
americanos cuando afirma “¡Muera el mal gobierno!” Más allá de eso, nada se
puede afirmar.
Pero
cuando creamos esta imagen idealizada de Hidalgo la historia importa poco. No
hablamos de él, sino de nosotros. De cómo imaginamos a esos hombres prodigiosos
de los cuales descendemos, de cómo ha de ser ese padre idealizado que nunca
soñó en este país que hoy habitamos.
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