Amores perros


El cambio de sexenio ha traído nuevos ánimos a un país que se debatía entre la molicie y la desesperanza. Tan es así que los problemas que nos aquejaban han dado paso a la preocupación humanitaria por perros y toros de lidia, antes que por humanos. Las manifestaciones que otrora colmaban el zócalo capitalino o bloqueaban arterias viales han dado paso a la protesta por el maltrato animal.

Esto es de llamar la atención. Los números macroeconómicos no cambian con la toma de protesta. Las cifras de muertos por la llamada “guerra  contra el narco” no han cedido, pese a que oficialmente la guerra concluyó con el mandato calderonista. En un fin de semana se produjeron decenas de muertos, pero las autoridades capitalinas ya nos aclararon que eran casos aislados, sin relación con la delincuencia organizada. Qué bueno. Imagínense si  se organizan. Pero la perspectiva de un futuro menos belicoso es una bocanada de aire para una nación que se asfixiaba.

Así pues, podemos olvidar por un momento  nuestros problemas y otorgar generosamente nuestro tiempo y atención a los perros. Una pequeña farsa en tres actos.

 

Primer acto: El ataque de los perros asesinos

Los cadáveres aparecidos en el Cerro de la Estrella eran reales. Nadie puede bromear con este asunto. Resolver estos crímenes es una deuda con los muertos y sus deudos que obligatoriamente deben saldar las autoridades investigadoras.

Aquí entran los intrépidos CSI mexicanos y toda su ciencia forense. Determinan, más allá de toda duda, que la causa de la muerte fueron las mordidas de los canes ferales. Y  con absoluta confianza en su saber, el jefe de gobierno capitalino lo anuncia a la prensa. Los perros de Iztapalapa engruesan así la lista de los most wanted. Todo está planteado para el desarrollo del drama.

 

Segundo acto: una celebridad en la perrera

La batida contra los canes infernales resultó otro parto de los montes, literalmente. En vez de sanguinarias fieras o impresionantes mastines, las autoridades mostraron una colección de todas las cruzas patéticas de razas anónimas: satos enclenques, pacíficos como noruegos, de grandes ojos suplicantes.

La internet se llenó de voces en defensa de los perros. El hashtag #YoSoyCan26 alcanzó la efímera popularidad de los trending topics. Todo mundo quería adoptar a uno de los perros injustamente vituperados. A fin de cuentas, era una forma barata de tener una celebridad en casa.

Las autoridades elaboraron una pesada tramitología para los aspirantes a poseedores de los perros de Iztapalapa. Pero no arredró a los partidarios de los perros calumniados: vía twitter y facebook, cientos de personas se dijeron deseosas de darle amor y casa a las víctimas del malentendido. No extraña que más tarde se le diera la absolución a Florence Cassez. Todo auguraba que este drama tendría su happy end.

 

Tercer acto: yo tenía mis 25 perritos

Con los canes en la cima de la popularidad, un grupo de exacerbados pidió su liberación inmediata. Inventaron la consigna: “¡perros políticos libertad!”. ¿Suponían que había un complot contra los animales? ¿Pedirían que se les considerara la “mascota legítima” del D.F.?

Pero el gozo cayó muy pronto a un profundo pozo: el día que las masas se tenían que presentar para luchar por la custodia de uno de los famosos canes, resulto que sólo dos personas acudieron.  Y peor aún: no había en la perrera nadie que supiera qué trámites y documentos se requerían para reclamar a los perros. ¿Y los manifestantes que clamaban por su liberación? ¿Y los defensores de los derechos perrunos?

El problema de hacer algo en la Internet es que en efecto, creemos que ese algo ya ocurrió: inmersos en el mundo virtual, realizamos actos virtuales que nos dejan satisfacciones muy reales. Si ya reclamamos en el facebook, si ya twitteamos y retwitteamos, ¿qué más hay que hacer? Una cosa es exhibirse ante los followers como amante de las bestias y otra muy diferente tener que vivir todos los días con un perro pulguiento que a saber en qué cerro lo malparieron y para colmo, mantenerlo como si fuera de pedigrí. Con suerte y sí mató a alguien.

El telón cayó en esta farsa como suele ocurrir en México: no porque el caso concluyera, sino porque ya pasó su momento. Fue tema de conversación pero, como todo chiste, no podemos estarlo contando una y otra vez. Acaso sirva para una columna de ironías y humor negro. Pero nada más.

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