Dos
presidentes norteamericanos han mentido públicamente y posteriormente fueron
expuestos, reconociendo su perjurio: Bill Clinton y Richard Nixon. El destino
de ambos fue tan diferente como la gravedad de sus mentiras. El primero
convirtió en celebridad instantánea y efímera a Mónica Lewinsky, a su vestido
manchado y a sus dotes amatorias. El segundo reconoció que había ordenado las
acciones de espionaje al Comité Nacional del Partido Demócrata; más tarde trascendió
que, además, trató de obstaculizar la investigación de los hechos. Dimitió,
pero esto sólo era una salida anticipada, pues todo indicaba que sería
destituido.
Hablamos
de los casos que se han sabido públicamente de manera incontrovertible.
Probablemente todos los mandatarios estadounidenses le hayan mentido a su
nación y no una, sino varias veces. Probablemente todos los presidentes de
todas las naciones le hayan mentido a sus gobernados en más de una ocasión. Pero
de ahí a que hayan sido evidenciados, hay mucho trecho. Como disculpa diremos
que a veces la mentira es inevitable y en ocasiones hasta con buenas
intenciones.
De
manera que el asunto no es extraño al norte del río Bravo. Pero es claro que
mientras el affaire Clinton-Lewinsky fue un incidente morboso que pertenecía al
terreno de los hechos personales, el caso Watergate socavaba la credibilidad de
la figura institucional del ejecutivo norteamericano. El presidente incurrió en
la comisión de delitos que hacían insostenible su estancia en la Oficina Oval.
Y
el actual presidente Donald Trump sigue asombrosamente los pasos de Nixon de
forma muy cercana. La clave del escándalo fue el despido de James Comey como
director del FBI, luego de pedirle que dejara la investigación sobre los nexos
del exasesor de seguridad de Trump, Michael Flynn. Ahora salen a la luz las
actividades del yerno del presidente, Jarred Kushner, sirviendo de
intermediario con personajes cercanos a Vladimir Putin.
La
desatinada defensa de Trump señaló, primero, que habían sido los demócratas
quienes habían espiado a los republicanos, algo así como la revancha de
Watergate. Cuando esto fracasó, repitió por enésima vez que era víctima de una
cacería de brujas. Trump mintió respecto a sus relaciones con Rusia, entregó
secretos que ponen en peligro la seguridad nacional a una potencia extranjera y
obstaculizó la acción de la justicia. Se trata de tres delitos que ameritarían
el juicio político para el mandatario del cabello amarillo.
No
suponemos que el final del Rusiagate sea la dimisión de Trump en cadena
nacional. Probablemente no haya una evidencia tan contundente como la que llevó
a Nixon a dejar la Casa Blanca. Pero los eventos de este escándalo seguirán
erosionando su imagen y dilapidando el capital político del mandatario. Hoy, solo
las capas más radicales del electorado estadounidense lo mantienen a flote.
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