Es
fascinante ver cómo en un mundo en constante transformación, donde las
tradiciones mueren y los puntos de referencia se mueven, las grandes
tradiciones de la política mexicana permanecen incólumes. Quienes creyeron que
estos tiempos posmodernos de la tecnología satelital podían significar cambios
significativos en la incipiente democracia mexicana, se equivocaron feamente.
Todo
lo contrario, los pasados comicios y particularmente los que se efectuaron en
el Estado de México y Coahuila demuestran que los grandes paradigmas de la
antidemocracia mexicana son paradigmas inamovibles. Véase cómo el cacicazgo, el
del Grupo Atlacomulco en Edomex y el de Moreira en el norte, sigue siendo la
base sobre la que gira la recolección de votos y la “operación” electoral (es
el eufemismo que recibe el conjunto de prácticas fraudulentas de parte de los
candidatos).
Algunas
intervenciones fueron públicas y escandalosas, como la del gobierno federal
tratando de inflar a su candidato, Alfredo del Mazo III. Otras fueron
subrepticias, como el uso sistemático de la llamada alquimia electoral, que
hizo su aparición sin sorpresa, a pesar de quienes creyeron que la
“ciudadanización” de los comicios tendría alguna influencia en su desaparición.
Con gran precisión las prácticas fraudulentas rindieron fruto, a pesar de las
denuncias en redes sociales y otros medios igualmente persuasivos. Por si algo
faltara, el Programa de Resultados Preliminares y las encuestas de salida se
encargaron de enredar un panorama que de por sí estaba bastante ensortijado.
Con
previsible regularidad se presentaron las inefables denuncias de fraude de
Andrés Manuel López Obrador. Se podrá objetar que sí hubo fraude, por lo que
los anuncios del popular Peje podrían tener razón. Pero para no variar, estas
denuncias carecieron de los elementos probatorios, por lo que sólo se sumaron a
los mares de saliva y tinta que se regaron generosamente en esos días.
(Paréntesis:
no se duda de la existencia de un fraude. Lo sintomático aquí es que la
denuncia antecede a las pruebas y resulta entonces un recurso electoral, además
de uno muy usado. Sólo gana la democracia cuando gano yo.)
También
surgió de forma rutinaria la declaratoria de Josefina Vázquez Mota de que las
tendencias no la favorecían. Su campaña era un barco sin timonel y las
consecuencias fueron las de un Titanic electoral. Esto también era parte de un
ritual muy adivinable.
Anuncios
anticipados de triunfo y una atmósfera política enrarecida con rumbo al 2018
completaron la escenografía. Una farsa minuciosa, una maquinaria de relojería
que dio puntualmente sus doce campanadas. Sin embargo, rumbo a la elección
grande, las cosas pueden cambiar en forma radical.
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