Si
bien fue Goebbels quien dijo que una mentira repetida mil veces se hace verdad,
lo cierto es que este mecanismo tenía muchos años de estar en funcionamiento.
No sólo eso: a través del terror o la coacción, regímenes de muchos tipos se
impusieron e impusieron puntos de vista completamente erróneos a pueblos
enteros durante siglos. La idea de que los monarcas de todo tipo lo eran por
designo divino es sólo un triste ejemplo.
Uno
de los más grandes mitos que en efecto mucha gente ha creído es el de “la
eterna lucha del bien contra el mal”. Las religiones (sintomáticamente llamadas
por sus detractores “mitologías”) de todas las culturas y de épocas distantes
nos hablan de este enfrentamiento. La Biblia y la Divina Comedia serían
referente obligado para la cultura occidental. Los cómics de la Marvel serían
su forma posmoderna más pedestre.
Pero
ni el Bien ni el Mal (ambos en mayúsculas) existen per se. Son conceptos
creados por la especie humana para explicar los hechos que, en principio,
alientan o ponen en peligro la vida. Estos conceptos están ligados a la
sociedad y al momento que ésta vive. Y aunque hay conductas que serían
condenables en casi todas las culturas (homicidio, violación, por ejemplo), hoy
aceptamos (con lamentables excepciones) que la diversidad sexual, la conformación
de parejas del mismo sexo y el derecho de las mujeres a decidir sobre su
reproducción son conductas perfectamente aceptables, que hace algunos años
escandalizaban.
En
fecha reciente ha surgido, empero, una conciencia nueva que llamaríamos
“realista” para no llamarle cínica: si el Bien y el Mal pueden existir, en la
realidad nadie es bueno o malo. O la posición de ciertos personajes en este
tablero de ajedrez moral es ambigua. Esto dicho por dos series de Netflix: “El
Chapo” y “House of cards”, entre muchas otras. Es tan evidente la falta de
valores morales de estos personajes como la de sus antagonistas. En efecto, no
hay buenos ni malos. Uno acaba por simpatizar con los protagonistas (terribles
villanos, en realidad) y desear que triunfen sobre sus enemigos, que resultan
peor que ellos mismos. Y tampoco importa si representan al orden legal o a las
fuerzas fácticas o delictivas: políticos, empresarios, narcotraficantes, todos
habitan un área gris donde es imposible determinar lo bueno y lo malo.
Tampoco
hay quien pueda encarnar la bondad, con algunas excepciones difíciles de creer.
Aquí hay mucho de cliché, pero no de falsedad: el periodista vendido, el
político corrupto, el policía arbitrario, el delincuente desalmado. Un dramatis
personae donde la moral no tiene cabida. Ni la ingenuidad de la supuesta lucha
del bien contra el mal.
Lo
único que preocupa es la facilidad con que el público acepta esto. ¿Es un
reflejo de la realidad? El espectador parece creerlo. Al parecer hemos pasado a
un nuevo mito: la eterna lucha de los malos contra los peores.
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